Hoy si me puse Bien-Pinche-Maldito-Metafísico-Jaja





Y es que después de leer al trágico Pascal en sus Pensamientos, y rematar con una lectura “ligera”, ¿qué? ¿ligera? Jajajajaja. Verdaderamente, este tío, más allá de la enfermedad de sus heterónimos: –por lo menos los que he podido leer- Ricardo Reis, Alberto Caeiro o Bernardo Soares, demuestra que el verdadero enfermo, el único enfermo en donde confluyen todos los demás es él mismo, el gran Fernando Pessoa.

En 1623 nace en París Blaise Pascal, el mismo que escribiera que “el yo es odioso”, y es que precisamente eso es Pensamientos, constituye una metódica guerra de desgaste en contra del yo. Más, ¿cómo convencer a ese adversario?, vago e indefinido en todo cuanto lo nomina. Porque el yo del cual yo hablo, es siempre ya, en el acto de ser nombrado, un otro. Para escapar del terror de ese laberinto, es conveniente –según Pascal- idear un otro, que garantice no ser yo. Que al ser a yo contrapuesto, garantice el ser del yo, su consistencia imaginaria.

¿Qué es el yo? Primero, una convención del lenguaje. Para dar cuenta aparente de acontecimientos dispersos, que la enunciación reúne bajo la ficción de un sujeto que permanece a través de la múltiple deriva de los predicados, es decir, un algo que permanece entre la interminable heterogeneidad de las cosas que devienen. De otro modo: ¿qué, ese extraño sujeto, al cual llamo yo y por el cual pregunto como si fuera otro?

Y es que la lectura de los Pensamientos de Pascal, así como de los Diarios de Fernando Pessoa, no nos lleva a estudiar o adentrarnos en una filosofía, sino a conocer las entrañas de un hombre desgarrado en su unidad más íntima, a penetrar en el gran dolor universal de un alma particular, de un alma desnuda, de un hombre y no de un pensamiento o una teoría. En el pensamiento 64 se dice: “No es en Montaigne, es en mí mismo donde encuentro todo lo que allí veo”. Y lo mismo podríamos decir de Pascal, “no es en Pascal, es en mí mismo donde encuentro todo lo que allí veo”, y también de Pessoa, ya que hay tantos Montaignes, Pascales, Pessoas como hombres que al leerles no se topen con la barrera de la pura comprensión del texto y vayan más allá, al sentimiento, es decir, que le sientan, que le padezcan en su mismo padecimiento, y uno padezca en el otro y el otro en el uno.

Hayyy wuey, Neta que escribo re-bonito.
Yo podré ser tonto pero escribo mejor que tú –rememorando a los clásicos-.

A lo cual, y como se ha estado haciendo costumbre, me dispuse a perder mi tiempo pensando: ¿Qué es lo que constituye al hombre? ¿Qué es lo que le da realidad ontológica? ¿Qué hace que sea lo que es? Y aún antes ¿Qué es el ser? Como exclamara Pascal.

Y aquí el problema, porque el hombre, el ser humano, no es transparente para sí mismo, mucho menos lo es para los demás, es decir, no podemos responder a la pregunta central de la antropología:
¿Qué es el hombre? ¿Quién demonios soy yo?

Los hombres somos finitos, ya que nada está totalmente revelado, porque nunca estamos ni concluidos ni terminados, porque los hombres vivimos en una tensión incomprensible entre la inmanencia, es decir, la situación dada o encontrada, y la trascendencia, la situación deseada o imaginada.

La vida es un gran misterio, nos sale al paso, nos abarca, nos tira y levanta, corre, se esconde, nos empequeñece, se mueve tan rápido o tan lento que nos es incontenible, inabarcable, incomprensible.

Y en un momento, en una circunstancia, cundo los “grandes” problemas parecen haber perdido su importancia, en un momento de extraño éxtasis, lo más insignificante cobra sentido y parece revelarse el orden de aquello que antes no lo tenía, parece que la vida abre para ti “el camino”. Después de un momento, todo parece volver a su ritmo normal, en donde no entiendes absolutamente nada.

Pero ¿verdaderamente la vida se revela ante nosotros?

Pareciera que la diferencia entre la búsqueda y la espera levanta fronteras infranqueables. Nos hemos acostumbrado a entender a la espera como una espera pasiva, y a la búsqueda como una búsqueda con un objetivo previo.

Pero qué pasaría si lo que buscamos es algo inalcanzable, además de que no conocemos “EL” camino para encontrarlo. Así, por más que busquemos, no sabemos en dónde o siquiera qué buscar. De ésta forma, la espera cobra un sentido activo, ya que si la vida se revela ante nosotros, no importa si buscamos o esperamos, la vida llegará, nos alcanzará, el camino se abrirá para nosotros, aunque sólo sea por un momento y sea –como de costumbre- demasiado tarde para aprovechar ese ínfimo instante.

¿Qué se busca o que se espera?

La finalidad es la completud, es decir, lo que se intenta es llenar un vacío o llegar al verdadero conocimiento de algo, llenar el vacío de lo que se carece o llegar al conocimiento de algo que también se carece.

Entonces ¿se busca porque se carece?

La imposibilidad de la completud pareciera que nos condena eternamente a seguir buscando o esperando, nos condena a subir la piedra a la montaña junto con Sísifo.

Así, se han ideado formas, o soluciones ante el fracaso del hombre, de manera que podemos entender la condena de forma fatal o trágica.

Si entendemos la condena como fatal, esto nos lleva a sentirnos oprimidos, sin posibilidad de salir o de luchar contra el incontenible peso de la realidad, la “salida” sería la aceptación sin más de las condiciones y las determinaciones que nos oprimen.

Si entendemos la condena como trágica, esto nos remite a una lucha, a una no-aceptación de las determinaciones del destino, de Dios, de la sociedad, de la ciencia, etc...

La tragedia contiene la posibilidad de que el hombre se constituya a pesar de las grandes determinaciones que le envuelven aún antes de nacer. Así, Hay un pequeño espacio trágico de libertad, en donde el hombre a partir de un trabajo ético de constitución de su persona, lucha en contra de las determinaciones que le molestan más.

En la tragedia, en la imposibilidad de la completud, el hombre tiene la posibilidad de constituirse de diversas formas, de ser o de dejar de ser, de cambiar, de devenir en otro. Así que la búsqueda y la espera son parte del trabajo ético-trágico de constitución de la persona, son parte de la posibilidad de constitución del hombre.

Ante el terrible peso de la realidad, ante la imposibilidad de la completud del hombre, ¿qué es lo que nos mueve o nos permite continuar?

¿Qué es lo que nos da la fuerza para continuar con la búsqueda o con la espera?

LA FE

La fe, se dice, es utópica, no es realista. “Hay que ser pragmáticos”, se dice comúnmente. La verdad única no tolera otros lenguajes que no sean el suyo. Los totalitarismos relegan la fe al reino de la simple especulación y de la falsedad. La realidad totalitaria es otra cosa. ¿Qué cosa? La realidad –dicen- son los hechos.

Así, hemos configurado todo nuestro mundo concibiendo a la realidad como si fuera un objeto que nosotros mismos hemos construido y del que conocemos su fondo, su intimidad, porque es la nuestra. Hemos construido para dominar y para llenar el vacío, y hemos logrado la ilusión de que dominamos lo diferente.

Pero únicamente a través del hombre se vislumbra el futuro y a pesar de ser finito, éste es el vehículo trascendente que se abre a la infinitud, “confianza y fe” son sus componentes: la fe abre el camino; la confianza da la fuerza para cruzarlo. La confianza y la fe nos ayudan a soportar el peso de la tragedia, a luchar contra lo más monstruoso de los monstruos, “la normalidad”.

Pero en ocasiones la fe pide sin saber qué, porque la fe es en su fondo y en su superficie voluntad. ¿Voluntad de qué? Se preguntará, y allí está el problema, porque la voluntad se debe dirigir a algún lugar, hacia algo que no hemos visto, hacia una promesa, así que es la esperanza, la que le da forma a la fe. La esperanza es la promesa y la fe es la voluntad que mueve hacia el lugar que marca la esperanza.

¿Qué nos espera? ¿Con qué nos encontraremos ahora? Imposible saberlo.

Propongo tener fe en que la injusticia que atraviesa el mundo no sea lo último, nos queda el anhelo, un deseo de que el horror terrenal no tenga la última palabra, anhelar con todas nuestras fuerzas que esto no sea lo único, ni lo último.

Y es que cuando el mundo está en crisis y el horizonte de la inteligencia se encuentra difuso y ennegrecido de grandes y ridículos peligros; cuando la razón totalitaria y estéril se retira, frustrada de luchar sin sentido, y la sensibilidad del hombre sólo recoge el fragmento, el detalle, nos queda sólo una vía de esperanza: el sentimiento, el amor, que, repitiendo el milagro, vuelva a crear el mundo y nos de la bendición de volver a estar en él.

Y al final, como al comienzo, de nuevo el yo y la búsqueda por encontrar algo que se sabe imposible. Y al final, el único posible final para una búsqueda sin objetivo posible, la muerte, estado oscuro, infinitamente incomprensible en donde pareciera que la unidad que se buscaba en vida, finalmente se restablece en la muerte.

Y aquí podemos volver al punto inicial, a la exclamación trágica de Pascal y de tantos otros: ¿Qué es el yo? El romántico Chateaubriand, ese que se desgarraba de tedio y hastío ante todo lo que se le ofrecía, dice en sus Memorias de Ultratumba que la muerte está en nosotros, en cada uno de nuestros sentimientos que desaparecen, en cada instante, que se lleva una parte de nuestro yo; ni siquiera existe un yo; somos una sucesión de seres distintos.

Así, frente a esta interminable multiplicidad de yos, sólo hay un medio para constituir un yo que permanezca, y allí en donde algunos proponen a la sustancialidad del alma y otros a la conciencia, Chateaubriand coloca al recuerdo, ya que éste nos permite reconstruir la unidad que se pierde cada que experimentamos un cambio. Así, la tragedia se hace descomunal, pues no sólo había que lograr la unidad del hombre cultural con la naturaleza, sino primero y fundamentalmente, lograr la unidad del hombre, consigo mismo.

Ésta será una memoria que permite la reconstrucción, y es que la memoria afectiva que desarrolló Proust, tiene su origen en Chateaubriand, y permite vivir, amar, padecer, ser feliz, en un solo recuerdo que recupere a todos los demás, así se puede amar en una mujer, a todas las mujeres amadas anteriormente. Así mismo, se puede vivir en un acontecimiento, todos los recuerdos que el hombre conserve aún.
Y de nuevo todo radica en el yo, en cómo conservarlo o en cómo recuperarlo.

Y al final, como siempre, no entiendo nada…


¡Me gustaría vivir para siempre, cuando menos por un instante!

Decía el gran Bas Jan Ader, aquél que fue en busca de la esperanza, porque lo que le sobraba era la fe. Y al final, ¡el milagro!

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